Historia de Mario Nazzaro, un carpintero italiano de Torrecuso que emigró a Buenos Aires donde construyó su familia.
Entrevista a Ada Nazzaro, abogada, profesora de italiano del Instituto Dante Alighieri de Buenos Aires –conocido como “la Dante”– quien desde su casa ubicada en el barrio porteño de Pompeya comparte con Caminos Culturales, los recuerdos que guarda de su padre Mario B. Nazzaro, un inmigrante nacido en Torrecuso, provincia de Benevento, quien, una mañana, junto a otros hombres y mujeres, partió del puerto de Nápoles en un enorme barco que también llevaba los sueños de cada viajero para despertarlos luego de atravesar el océano y conquistar una tierra tan lejana y desconocida que se escondía detrás del horizonte. ¿Cómo sería la vida en una ciudad como Buenos Aires, la Reina del Plata? No hubo mucho tiempo para pensarlo: pronto construyó su familia junto a María S. Eijo. Esta historia, cuyas incógnitas fueron llenándose con la vida misma, es rica en vivencias, en una vida sembrada en base a la cultura del trabajo y el esfuerzo y en la visión del legado que le dejó a quien aún hoy en el barrio llaman “la hija del tano”.
Ada comenta que su padre le explicaba que en Tocco Caudio, el pueblo de su abuelo, se usaban las palabras meridionales provenientes del latino crai y piscrai para referirse a mañana y pasado mañana respectivamente; “solo que –aclara– no sé si en el sentido realmente temporal o, como explica Carlo Levi, en Cristo si è fermato a Eboli, en el sentido de un futuro que no se verificará, de un ‘no tiempo’”. Por ello, dejamos abierta la propuesta al descubrimiento de todo lo que falta en esta nota, pero, “vista mi duda semántica no diré ‘crai’ o ‘piscrai’ sino: ‘¡en un futuro inmediato, si Dios lo permite!’”.
¿Qué recuerdos le trae esta canción: “Alla miré, alla miré, alla fiera di Mastr’André”?
Es uno de los primeros recuerdos que tengo de mi padre; me la cantaba cuando yo era muy chica. Quizás, también a él se la habrá cantado alguien en su infancia, en Torrecuso. Viene a mi mente la tranquilidad de los domingos a la mañana cuando mi juego preferido era saltar sobre la cama matrimonial mientras papá, simulando gruñidos y arañazos, me “asustaba” diciendo que era un león y que me comería. Eso me provocaba siempre tanta risa como solo los niños son capaces de tener. Además, el olor a madera que lo acompañaba por muchas horas al día, era característico de tantas horas que trabajaba como carpintero, junto a su hermano, de la misma forma en que lo había hecho su padre, y otros hombres de la familia. ¿Quién sabe si de pequeño, en medio de los juegos a la pelota y las carreras en bicicleta habrá imaginado que un día emigraría a la Argentina? En verdad, no lo sé, pero lo dudo mucho. ¿Y cómo habrá sido la despedida? Con diecisiete años y medio, todo futuro era –a su vez–, incertidumbre e incógnita; dejar su amado pueblo, su casa, su mamá, sus hermanas, su abuela junto al resto de los parientes y amigos… llegar al puerto y subirse a un barco enorme; atravesar el océano –a veces oscuro y amenazador, a veces alegre y divertido, como cuando se realiza la fiesta al cruzar el Ecuador– hacia esta tierra desconocida, diferente, lejana, con otro sonido y otro idioma… Pensándolo bien, partiendo de Benevento no se puede llegar sino a Buenos Aires.
¿Cuáles eran los orígenes de su papá?
Mi padre –nacido en el invierno italiano del año 1934– era hijo del carpintero Raffaele Nazzaro y de Adua Fiorito (a quien llamaban Ada). Era nieto de Giuseppe Nazzaro y de Filomena Pastore; de Giovanni Fiorito y de Pasqualina Iannella. El padre era de Tocco Caudio (‘u tocchese), otro pueblo de la misma provincia que también merece ser conocido, donde nació el primer hijo de la pareja. Mi papá era de Torrecuso, como su madre, un pueblo que al día de hoy cuenta con menos de 4.000 habitantes, a ochenta kilómetros de la ciudad de Nápoles. Según algunas teorías, tendría un origen etrusco y habría sido fundado entre los siglos IV y III antes de Cristo, aunque según la tesis más acreditada habría nacido en época medieval, con finalidades defensivas, remontándose su primera mención al siglo XI. De hecho, por su posición elevada, protegiendo el valle del río Calore, era el lugar ideal para un castillo-vigía, que fue erigido por los Longobardos sobre una colina al Norte de la Ciudad de Benevento que en aquel momento era la capital del Ducado Longobardo del Sur, distante once kilómetros en línea recta, a modo de su guardián. El castillo, una estructura triangular con tres torres, es aún hoy el escudo oficial de la municipalidad, y fue el antecedente del centro urbano. Benevento es una provincia de la Campania, cuya capital, la ciudad homónima, es una de las once ciudades nombradas por Dante Alighieri en la Divina Comedia –como el lugar de la grave mora–, donde bajo un puente del río Calore recibió provisoriamente sepultura Manfredi di Svevia (Manfredo de Hohenstaufen), Rey de Sicilia, muerto en la batalla de Benevento en 1266, como se relata en el Canto III del Purgatorio.
¿Quién impulsó a su padre a llegar a Buenos Aires?
El dejó una tierra de historia, de colinas y de uvas para llegar a la ruidosa y europeizante Buenos Aires, gracias a la decisión de su hermano mayor. El destino fue Argentina porque aquí ya se habían instalado una tía hermana de su madre, con el marido y los hijos. En vistas de su decisión, mi abuela le pidió que eligiera este país donde, por lo menos, tenía algún pariente. De modo que no fue por la propaganda del gobierno de la época, que buscando atraer a inmigrantes europeos prometía tantas horas de descanso y de diversión cuantas de trabajo. Así, al pasar pocos años llamó a mi papá, que por ser aún menor de edad, tuvo que certificar el fallecimiento de su padre, el consentimiento de la madre, el parentesco con el hermano, y confirmar que éste lo esperaba en la Argentina. Y aquí se reencontraron para trabajar, soñar y proyectar un futuro juntos.
¿Cómo fueron los primeros años en Buenos Aires?
En ese período él y su hermano trabajaron en relación de dependencia y luego, apenas pudieron, instalaron su propia carpintería, que les daría muchas satisfacciones y el sustento para ambos y sus familias. En tanto, en Italia habían quedado su madre y sus hermanas. En cuanto a mi abuelo –como dije–había fallecido siendo muy joven ya que mi papá tenía solo diez años. Luego, su hermana mayor se casó por poder –como era habitual por entonces– con un compañero de trabajo de mi papá y de mi tío que fue representado por su hermano en la Iglesia, en Torrecuso. Y fue la tercera persona de la familia que llegó a Buenos Aires. Aproximadamente cinco años después fue el turno de la madre y la hermana menor. ¡Por fin, mi abuela, mi papá y sus tres hermanos, Giuseppe, Filomena y Rosa, volvieron a estar juntos! En definitiva, llegaron todos con la última oleada inmigratoria de la primera mitad del siglo XX, época en la cual ya estaban cambiando los vientos y la Argentina dejaba de ser un destino tan prometedor como lo había sido tiempo antes.
¿Qué ofrecían los inmigrantes italianos que trabajaron de sol a sol para cumplir sus sueños y que nos dejaron una cultura que valoramos?
Aquellos eran inmigrantes que no venían a pedir ni a exigir, solamente buscaban otro cielo bajo el cual construir su rincón de paraíso. Nos dejaron un legado reconocido por su arte, cultura y valores que, por desgracia, hoy parecen anticuados pero que nos hacen mucha falta: la familia, la búsqueda del progreso personal basado en el trabajo y el estudio; la honestidad y la responsabilidad, la autenticidad. La vida de mi padre fue, como para tantos otros, de intenso trabajo y austeridad. Pero también fue el período alegre de la juventud, del ímpetu de los proyectos; de la diversión con amigos y del pasatiempo del fútbol. Por otra parte, los bailes formaban parte de un capítulo aparte donde los jóvenes se encontraban: precisamente fue en “Unione e Benevolenza” –la famosa sociedad y mutual italiana– donde mi papá conoció a una joven de hermosos ojos verdes y sonrisa que suscitaba alegría que había ido por primera vez a esa famosa asociación que está ligada al nacimiento de tantos argentinos hijos y nietos de inmigrantes. Mi padre pensó que, quien luego se convertiría en su esposa, era calabresa, ya que tenía una cabellera abundante, oscura y ondulada. Mi madre era porteña, hija de madre asturiana y padre gallego: en este aspecto mi padre se equivocó, aunque no en elegirla como compañera de camino, de sueños y de apoyo recíproco para realizarlos. Él era carpintero y ella abogada y profesora. Dos vidas, dos orígenes diferentes, un amor y una unión de 56 años. Se llamaba María, aunque papá siempre la llamó por el apodo que le dieron en familia desde su nacimiento, “Potota”.
¿Cómo siente la pertenencia de las dos patrias en su historia de vida?
Un famoso aforismo griego aconseja “conócete a ti mismo”. Bien, no es fácil. Soy hija y nieta de inmigrantes. Tengo sangre mixta. Amo a mi patria de nacimiento, pero también a mis dos patrias de origen. Es una cosa rara la inmigración y sus hijos. Sentir que se pertenece a un lugar, pero también a otro u otros “más allá”, lejos y cerca a la vez. Me encanta el dulce de leche, pero me deleitaba en las navidades con “gli struffoli” y “le zeppole” saladas con anchoas que hacían las tías, con los turrones “Alberti” (unas de las primeras palabras que aprendí en italiano fue la frase “ricoperto di cioccolato”, recubierto de chocolate). Consumía alimentos que muchos coetáneos no conocían: las aceitunas aplastadas (olive schiacciate), las berenjenas en vinagre (‘e mulegname), la pasta con grelos y las uvas en conserva con alcohol, entre otras.
Siempre me interesó la historia familiar, siempre pregunté. Y mi papá me contaba de su casa, en el primer piso con la carpintería de su padre en la planta baja, de la montaña que llamaban “Santo Mennato” (el Monte Pentime) que veía asomándose al balcón de las grandes nevadas; del viento de Torrecuso y de los manijones empotrados en los muros para poder aferrarse en caso de necesidad. Como dicen los versos del poeta del Samnio -región histórica del Sur de Italia, habitada antiguamente por el pueblo samnita-, el torrecusano Antonio Mellusi: “[…] al furor sempre dei venti aperto […], o sea, “siempre abierto a la furia de los vientos”. Y me hablaba de las plazas, de la muralla longobarda a pocos metros de su casa; del otrora Castillo, luego transformado –en una parte– en Municipalidad (y que hoy día aloja también la Escuela del Gusto y el Museo del Vino). Y lo vi emocionarse cuando escuchó “Tu scendi dalle stelle” un antiguo canto navideño que, me contó, cantaba de chico en la iglesia.
¿Qué recuerdos tiene del pueblo de Torrecuso?
Ningún integrante de la familia regresó a Italia. Pero mis padres me hicieron el grandioso regalo del viaje para conocer mis raíces paternas. ¡Fue un sueño! Conocer a los parientes italianos –entre ellos a dos tías abuelas– a los que les estaré siempre agradecida por el afecto, por la hospitalidad, por los paseos. Y más allá de muchas ciudades y sitios de gran interés de otras zonas del país, poder (re) conocer aquellos lugares que formaban parte de los relatos familiares.
En la Ciudad de Benevento: el Arco de Trajano; el Teatro Romano, tan famoso por su acústica y la joya pequeña y hermosa de la Iglesia de Santa Sofía, del siglo VIII, raro ejemplo de arquitectura longobarda, Patrimonio de la Humanidad Unesco como parte del sitio “Longobardos en Italia”.
Del período Pontificio de la ciudad puedo mencionar: la Rocca dei Rettori, la Catedral, la Iglesia de Santa María de las Gracias. Es de destacar la sugestiva vista del Monte Taburno, que por su silueta es conocido como “la bella durmiente del Samnio”. Y si bien se encuentra en otra provincia de la Campania, no puedo dejar de mencionar el espléndido Palacio Real de Caserta que mi papá me aconsejó vivamente que visitara y al que –en mi opinión– no se le da el reconocimiento que merece.
¿Qué lugares visitó, luego de ingresar a la casa, allí en Torrecuso?
Al llegar a ese lugar tuve un regalo inolvidable. Los habitantes de la casa de aquel momento me permitieron ingresar y filmarla. Al hacerlo imaginé a mi abuela en la cocina y a la familia reunida cenando; luego me asomé al balcón y vi el Monte; y después me acerqué a la Muralla Longobarda. Recorrí las callecitas medievales y pasé bajo sus arcos, visité las iglesias y estuve en el Castillo. También conocí a maravillosas personas que, además de recordarme a mi familia, me recibieron con gran calidez. Ahora que las voces y las sonrisas amadas hacen eco solo en mis recuerdos y el diminutivo de mi nombre ya no me pertenece, ya no huelo más madera.
¿Qué otros detalles de la vida cotidiana de su padre, puede agregar?
Papá se llamaba Mario; Barbato era su segundo nombre. Le gustaba la buena comida. Decía que para que fuera buena tenía que ser “preparada con amor”, como él siempre remarcaba, simple y genuina. El café es una pasión que heredé, así como la cuccumella (cafetera napolitana) que usaban en la carpintería, siempre lista para ofrecer un buen café al que llegara. Amaba su trabajo, que dignificaba cada día desde muy temprano. Disfrutaba de los deportes, en especial del fútbol, pero también apreciaba otros: uno de los últimos programas televisivos que vi que miraba con interés fue “Il giro d’Italia”, la tradicional carrera de bicicletas. Le gustaba la música, las canciones napolitanas, en especial Renato Carosone, quien lo entrevistó en ocasión de su visita a la Argentina, pero también se emocionaba cuando le cantaba “Quel mazzolin di Fiori”, porque somos del Sur, sí, y orgullosos de serlo, pero Italia… “es una”. Además, disfrutaba del tango y del folclore argentino, por cierto, mucho más que yo. Papá sabía de ópera y tenía “oído”, como suele decirse: podía reconocer –solo por el sonido, quiero decir– un oboe, de un clarinete, de una flauta, cosa que para mí es imposible. Y jamás, ni una vez, le pude ganar al juego de damas. Era hombre de manos grandes y rústicas, que sabían de máquinas “peligrosas”, astillas y aserrín y tablones pesados, pero que podían hacer delicados trabajos de ebanistería, casi de joyería; y también cuidar y acariciar, y cocinar.
¿Cuáles fueron los recuerdos que compartió con su padre en los tiempos de vejez?
En sus últimos tiempos recordaba a su pueblo con más frecuencia. Ahora que reflexiono, creo que su alma se preparaba para una especie de “vuelo de retorno”. Un día le pedí que me dijera algo sobre Torrecuso. Abrió grandes sus ojos color marrón claro: “El lugar más lindo del mundo”.
Si esos ojos la miraran con el amor de un padre atento a una dedicatoria inolvidable: ¿qué le diría?
(Me mira y me responde con palabras entrecortadas impulsadas por la emoción): “Te fuiste en el invierno argentino del año 2020, y –“robando” a Francesca famosos versos dantescos– l’modo ancor m’offende, el modo todavía me ofende. De una manera tan injusta que fue casi infame, casi un oprobio. ¡Ni te pude hacer compañía! Querría que estas palabras sirvieran entonces como despedida pública. Y si los sueños se cumplieran, si existieran los milagros, pediría poder abrazarte una vez más, gritar un ‘te quiero’, un ‘gracias’ y cantarte ahora yo, bajito, al oído: ‘Alla miré, alla miré, alla fiera di Mastr’André’. ¡Volá libre, papá, su Torrecuso tuo, sobre tu Torrecuso!”.
Patricia Ortiz
Corrección: Ricardo de Titto
Crédito fotográfico: Señor Eduardo Rillo, señor Pasquale Bianco y Ada Nazzaro.
Este relato tan bello de la hija de un inmigrante Italiano,emociono a una hija de inmigrantes Gallegos.Gracias¡¡¡
muy bonita y dulce historia, lastima la partida de su papá, un papá a si no lo tiene cualquier hijo, me gusto mucho detenerme a leer cosas lindas de gente paisana yo un hombre maduro ya soy nieto de nono Italiano y en el 2023 me di el gusto de estar en Italia, ROMA y en LONBARDIA buscando mis raíces, pero no tuve suerte, ya volveré un día con más tiempo soy Juan carlos de Mar del Plata nacido en Río Cuarto Cba. si les gusta escribirme ahora les dejaré mi correo cariños chao carlosuar86@hotmail.com